La anunciación (Lc. 1, 26-28)

El ángel sorprende a María con un saludo totalmente inesperado: “Alégrate, amada de Dios, el Señor busca en ti un lugar protegido para su Hijo”. Hoy, cada uno de nosotros podemos personalizar el relato y sentir la declaración del ángel como una propuesta inmerecida que nos hace: recibir con alegría al Hijo de Dios.

El Señor siempre llega a nosotros en la alegría y no en la aflicción. Es la proximidad de Dios la causa de la alegría en la Virgen. Queda un día para el nacimiento de Jesús, la fiesta de toda la humanidad, que, sin saberlo, está buscando a Cristo. Llegará la Navidad, y Dios nos espera alegres, como los pastores, como los magos, como José y María.

Podremos estar alegres si el Señor está verdaderamente presente en nuestra vida, si no lo hemos perdido, si seguimos la estrella de la caridad. Cuando, en la búsqueda de la felicidad, se toman otros caminos fuera del que lleva a Dios, al final solo se halla tristeza; nos sentimos perdidos, preocupados y asustados en medio de la oscuridad.

La alegría del mundo nace precisamente cuando el hombre logra escapar de sí mismo, cuando mira hacia afuera, cuando desvía su mirada del mundo interior que, al centrarse en sí mismo, produce soledad porque es mirar al vacío.

La alegría de tener a Jesús en nuestro corazón no es una alegría cualquiera. Es la alegría de la paz, del gozo en sí mismo porque encuentra a Dios en su alma en gracia, capaz de fortalecernos y acompañarnos en medio de las dificultades. “Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar”, ha prometido el Señor. Solo Él puede darla y conservarla, porque el mundo no posee su secreto.

No nos es difícil imaginar a la Virgen, en estos momentos, radiante de alegría con el Hijo de Dios en su seno. Abandonémonos con humildad a la voluntad de Dios. Como María, que al confesarse esclava del Señor fue hecha Madre del Verbo Divino y se llenó de gozo. Que este júbilo suyo de Madre Buena se nos contagie a todos y recordemos estar siempre alegres: el Señor está cerca.