“Tampoco yo te condeno. Anda y en adelante no peques más.” (Juan 8, 11)

Jesús, frente a la adúltera, significó la realización de algo nuevo: el camino de la salvación para quienes se sienten condenados, como la mujer sorprendida en adulterio.

Jesús no absuelve el adulterio; a quien absuelve es a la adúltera. Es claro al decirle: “En adelante, no peques más.” Condena el pecado, pero no al pecador.

Los fariseos, continuamente, enfrentan a Jesús contra la Ley. Primero, Él adopta una actitud de indiferencia, como si el caso no fuera con Él: inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Pero los acusadores insisten en un pronunciamiento público. Entonces, Jesús se incorpora y les dice: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.” Luego, vuelve a escribir en el suelo.

Dios sabe la verdad de las cosas y el grado de implicación de las personas en los hechos, pero el único que puede condenar no lo hace; salva al pecador.

Nuestro pecado, muchas veces, consiste en lanzar piedras al fango de nuestros resentimientos, odios, antipatías y malos humores. Y cuando uno maneja fango, inevitablemente se ensucia. En realidad, ya está sucio, porque el fango que lanza lo saca de su propio corazón. En la vida exigimos a los demás lo que nosotros mismos no damos.

En una ocasión, le preguntaron a la Madre Teresa de Calcuta:
“¿Qué mejoraría usted en la Iglesia?”
“A mí misma,” respondió ella al instante.

Esa es la actitud correcta cuando uno es consciente de sus propios pecados.

Jesús puede ser para tu vida un significado, un camino de salida, un agua capaz de calmar tu sed de felicidad. Acerquémonos a Aquel que puede perdonarnos, esperando escuchar esas palabras sanadoras que escuchó la adúltera: “Yo tampoco te condeno, vete en paz y no peques más.”

Señor, a veces el peor acusador puedo ser yo mismo. En ocasiones mido mis actos y los de los demás con la dureza de una ley escrita en piedra para Moisés. Sin embargo, Tú me perdonas con la blandura de un Evangelio escrito en arena y me dices:

“No recuerdes más lo pasado, no pienses en lo antiguo, porque quiero realizar algo nuevo en ti; algo que ya está brotando, ¿no lo notas?
He venido a ofrecer agua en el desierto para apagar la sed de mi pueblo, y tú eres mi escogido para llevar mi amor y proclamar mi alabanza.”

A menudo me siento frustrado porque veo la meta muy lejana. Como dice san Pablo, es una meta que parece inalcanzable, pues somos rápidos para acusar a nuestros hermanos. Estoy dispuesto a lanzar a otros la piedra de mi propio pecado, porque no soy capaz de creer en tu perdón, de olvidar lo que quedó atrás y lanzarme hacia lo que está por delante. No soy capaz de mostrarte mi alma desnuda y avergonzada.

En este momento, Señor, quiero ser capaz de dejarme mirar por tu mirada de perdón, que me purifica, y poder responder con fidelidad a ese amor que me manifiestas.