“Porque mis ojos han visto a tu Salvador.” (Lucas 2, 30)

Simeón, movido por el Espíritu, ve y reconoce a Cristo. Este es el gran milagro de la fe: abre los ojos y transforma la mirada.

La mirada compasiva y amorosa de Dios rompe la dureza de nuestros corazones, cura nuestras heridas y nos cambia la manera de ver. Nos da una mirada capaz de “ver dentro” y “ver más allá”, tanto de nosotros mismos como de los demás y de las situaciones que vivimos, incluso las más dolorosas. No se detiene en las apariencias, sino que entra en las fisuras de la debilidad para descubrir en ellas la presencia de Dios.

¿Cuántas veces has mirado a alguien que no conocías e inmediatamente te has hecho una idea sobre esa persona? ¿Cuántas veces, por su forma de vestir o hablar, la has juzgado? ¿Y cuántas veces te has sentido juzgado injustamente por alguien que apenas te conocía?

Hoy en día, hace falta una mirada profunda, capaz de ir más allá de los filtros y prejuicios. No es fácil tener una mirada limpia y libre de sesgos, pero es necesario aprender a mirar con amor.

Jesús nos enseña a mirar con amor en el evangelio de Lucas, cuando se encuentra en la casa del fariseo Simón. Mientras están sentados a la mesa, entra una mujer pública y, de rodillas a los pies de Jesús, los lava con sus lágrimas, los seca con sus cabellos, los besa y los unge con perfume.

El fariseo piensa: “Si este fuera un profeta, se daría cuenta de qué clase de mujer es esta pecadora que lo está tocando.“(Lucas 7, 39).

Este hombre juzga por las apariencias, pero Jesús mira el corazón. Su mirada profunda y misericordiosa transforma a la mujer, y le dice: “Tus pecados han sido perdonados.” (Lucas 7, 48). Seguramente, ella salió de aquella casa reconfortada.


Nosotros, los cristianos, estamos llamados a introducir en el mundo esa mirada de amor que transforma, que acerca al que está lejos, que no condena, sino que anima, libera y consuela.

Podemos preguntarnos:
¿Cómo voy a mirar con amor a quien ha hablado mal de mí?
¿A quien me ha hecho sufrir y llorar?
¿A quien me usó para conseguir lo que quería?

Jesús nos responde con su ejemplo: Él no solo mira con amor a quien se comporta con amabilidad, sino a toda persona, porque todos somos hijos de Dios y “dignos de ser amados”.

Jesús siempre te mira con amor. Y a quien tienes al lado… ¡también!

El secreto para alcanzar esta mirada nos lo dan Simeón y Ana: ellos estaban en contacto con el Señor, esperaban y confiaban en Él, sirviéndolo en el templo con ayunos y oraciones día y noche.

El Papa Francisco, en la homilía de la Vida Consagrada en 2022, habla de esta mirada de amor que han sentido los consagrados:
“Simeón vio en Jesús al Salvador… También vosotros, queridos consagrados, sois hombres y mujeres sencillos que habéis visto el tesoro que vale más que todas las riquezas del mundo. Por eso habéis dejado cosas preciosas. ¿Por qué lo habéis hecho? Porque os ha cautivado la mirada de Jesús. La vida consagrada es ver lo que realmente importa en la vida: la gracia de Dios que se derrama en sus manos. El consagrado es aquel que cada día se mira y dice: ‘Todo es don, todo es gracia’. No hemos merecido la vida religiosa, es un don de amor que hemos recibido.”

Que aprendamos a mirar con los ojos de Jesús, para que nuestras miradas sean fuente de amor y misericordia para los demás.