En estos días, he comenzado a comprender con más claridad el papel que las leyes han jugado en mi vida. Durante mucho tiempo, me resultó difícil obedecerlas. No entendía su sentido, y por eso las rechazaba. Me hería incluso su sola existencia. ¿Por qué tanto rechazo? ¿Por qué me costaba tanto acogerlas?
Al mirar hacia atrás, descubrí que muchas de las veces que obedecí las normas, especialmente las de mis padres, no lo hice por amor puro, sino por amor con temor. Un miedo inconsciente a perder su afecto, a no ser aceptada, a decepcionarlos o incluso al castigo. Este temor también se extendía al colegio: buscaba ser la perfecta, la obediente, la que cumplía todo. No para vivir en el bien, sino para ganarme la mirada aprobadora de los demás.
Cumplía las normas a rajatabla, incluso sobreexigiéndome más allá de mis límites. Interiormente me forzaba, y eso provocaba que cualquier exigencia externa se sintiera como una carga. A veces, ese exceso causaba una explosión dentro y fuera de mí. No era libertad; era esclavitud bajo una apariencia de virtud.
Desde que me enamoré de Cristo, experimenté una libertad interior increíble. Empecé a tomar mis propias decisiones sin tanto temor al qué dirán o a la desaprobación de mis padres. Sin embargo, me fui viendo cada vez más dentro del marco de las leyes, y eso me hacía sentir dependiente, como si otro comenzara a tener posesión sobre mí. Eso despertaba en mí una lucha interna, una tensión generada por el conflicto de mi incoherencia: por una parte, sabía que estoy llamada a vivir en el abandono confiado y en la dependencia amorosa de Dios; pero, por otra, esa misma dependencia me provocaba rechazo, como si me anulara. Era una herida que necesitaba ser sanada por la verdad del Amor.
Con el tiempo, he comenzado a ver las cosas de otro modo. He comprendido que las leyes están llamadas a cumplirse por amor. Pero aquí surge una pregunta difícil: ¿cómo amar algo que parece limitarte? ¿Cómo acoger algo que sientes que mutila tu ser?
San Pablo nos ofrece una clave: “La ley solo proporciona el conocimiento del pecado” (Romanos 3,20). No seremos justificados por la ley, sino por la fe en Jesucristo. Él no vino a abolir la ley, sino a darle plenitud. Y esa plenitud se da en el amor. Jesús no desecha la ley de Moisés; la lleva a su máxima expresión, mostrándonos que su verdadero sentido es guiarnos hacia el amor auténtico.
La ley no es enemiga del alma, aunque al principio así lo parezca. En realidad, nos revela nuestras transgresiones y nos muestra lo que nos separa de la vida plena. Por eso a veces se siente como una mutilación: porque nos va moldeando, como el alfarero que trabaja el barro informe para darle una forma nueva y bella.
Este proceso tiene un propósito: devolvernos a nuestra unidad originaria. Esa unidad que teníamos en la inocencia, en la confianza total en Dios, cuando vivíamos en una relación sencilla y transparente con Él, mediada por nuestros padres. Jesús vino precisamente a restaurar esa integridad perdida, esa armonía original que se quebró al desobedecer el mandato divino de no comer del árbol del bien y del mal.
Para volver a esa unidad, necesitamos experimentar en carne propia el amor extremo del Crucificado y Resucitado. Solo cuando su amor nos encuentra, podemos llevar la ley a su plenitud. Solo en el encuentro con Cristo, la ley deja de ser una carga para convertirse en camino. Y la virtud nace de ese encuentro.
La persona virtuosa no vive la moral con rigidez, sino como una partitura musical: no debe salirse de la nota para no desafinar, pero si alguna vez se sale, no es el fin del filarmónico. Hay espacio para el crecimiento, para la corrección, para la misericordia.
La ley, entonces, no obliga; persuade. El virtuoso no obedece por temor al castigo, sino por amor.
La ley es un don. Quien vive en virtud, la agradece. Porque ya no es una frontera que encierra, sino una luz que orienta. Y en el centro de todo está la caridad, que es la madre, forma y motor de todas las virtudes. La caridad las supera, pero también necesita de ellas para encarnarse en la vida real.
La caridad sin normas puede desviarse, incluso con buenas intenciones. Sin otras virtudes, puede volverse sospechosa. Por eso, la maduración moral consiste en integrar la ley y el amor, no enfrentarlos. Ese es el verdadero vínculo entre los mandamientos y la caridad: no el imperativo, sino el amor.
El cumplimiento de la ley solo cobra sentido cuando nace de un corazón libre que ha sido alcanzado por el amor de Dios.
“Ley, norma, mandamiento y regla: en este contexto, se puede usar como sinónimos.”