“Queridos hermanos, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor.” (1 Juan 4, 7-8).
Queridos hermanos, amémonos unos a otros, ya que el amor proviene de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor.
En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que envió al mundo a su Unigénito para que vivamos por medio de Él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados.
Queridos hermanos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros.
A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado a su plenitud en nosotros. En esto conocemos que permanecemos en Él y Él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu. Y nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo para ser Salvador del mundo. Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios. Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él. Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él.
“En esto conocemos que permanecemos en Él y Él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu. Y nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo para ser Salvador del mundo.” (1 Juan 4, 13-14)
Bruno Forte, en su libro Trinidad como historia, explica que el amor del Padre es un amor desbordante que va más allá del Hijo. Este amor trasciende y produce un fruto: la persona del Espíritu Santo. Es don puro, regalo puro, la fuerza unificante del amor, el “éxtasis” (salir de uno mismo) del Amante y del Amado. El Padre se entrega al Hijo, y el Hijo se entrega al Padre, en una apertura generosa de amor, una entrega pura por nuestra salvación.
La presencia de Dios Padre puede percibirse como una luz que ciega, sumergiéndonos en una oscuridad que purifica el alma. No es la oscuridad de las tinieblas del egoísmo, la tristeza o la podredumbre espiritual que alejan a las personas. Al contrario, es una luz tan intensa que sobrepasa nuestra comprensión. Aunque puede ser dolorosa, nos transforma, permitiéndonos reflejar su omnipotencia y manifestar armonía, plenitud, paz y alegría, incluso en medio de las adversidades.
El Hijo nos abre el camino histórico hacia el Padre. Él nos lo muestra: “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre.” (Juan 14, 9).
También nos comparte su filiación: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Unigénito, para que vivamos por medio de Él.” (1 Juan 4, 9).
Jesús nos enseña a crecer y perfeccionarnos en el amor a través de la Cruz. Él asume el sufrimiento para sanar nuestro dolor. En el libro Gesù Cristo il Mediatore, se dice que Jesús no podía entrar en la gloria ni llevar a sus hermanos a ella sin antes pasar por un proceso de perfeccionamiento de su humanidad. Solo desde el sufrimiento se logra este camino de perfección.
¿Por qué el perfeccionamiento debía realizarse a través del sufrimiento? Porque esa es la condición en la que se encuentra la humanidad. Cristo quiso hacerse solidario con nosotros, semejante en todo a nosotros:
“Pues, por el hecho de haber padecido sufriendo la tentación, puede auxiliar a los que son tentados” (Hebreos 2, 18).
Podemos compararlo con alpinistas caídos en el fondo de un precipicio, heridos y sin fuerzas para salir. Necesitan que alguien descienda hasta donde están, comparta su situación y les brinde la posibilidad de ser rescatados.
Dios descendió hasta nosotros en la persona de Jesucristo para sanar nuestro corazón herido. Ese corazón, que fue creado para amar, está afectado por el pecado, lo que hace que amar nos resulte difícil y a menudo una carga pesada. Nos cuesta amar a quien nos ofende, a quien nos humilla, a quien nos trata mal, a quien nos quita lo que es nuestro. Queremos ser amados, pero nos resistimos a amar.
Debemos pedir constantemente la gracia divina y mirar a Jesús en la Cruz, entregándose por amor, para que nosotros también podamos entregar nuestra vida por amor. Dios nos envía al Espíritu Santo para que, en lugar de cargar con el yugo de nuestros pecados, llevemos el yugo de Cristo:
“Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.” (Mateo 11, 29-30).