“Nadie me quita la vida; yo la doy por mi propia voluntad.” (Juan 10, 18)
Hoy quiero hablarles sobre el Bautismo de Jesús, no solo como un acontecimiento bíblico, sino también como una consagración especial que ilumina nuestra propia experiencia bautismal. Reflexionemos juntos sobre el significado profundo de esta consagración que todos hemos recibido.
La palabra “consagración” proviene del latín: “CON”, que significa “junto”, y “SACRO”, que se refiere a “lo sagrado”. Literalmente, consagración quiere decir “con lo sagrado”, ¡con Dios! Ser consagrado implica ser apartado para vivir plenamente en Él y para Él. Esta es una realidad que nos introduce el Bautismo, donde somos elevados a la dignidad de hijos de Dios y configurados con Cristo por su gracia.
Por el Bautismo, el Espíritu Santo nos separa del mundo para prepararnos a vivir eternamente con Dios, teniendo a Cristo como nuestro modelo perfecto. Sin embargo, somos conscientes de que el pecado puede nublar nuestra conciencia, llevándonos a olvidar esta dignidad tan sublime que se nos ha otorgado. Por eso, la consagración bautismal nos llama constantemente a redescubrir la belleza de nuestra identidad en Cristo y el propósito de nuestra vida.
Esta consagración no se trata de “hacer cosas” para ganar el mérito de la eternidad, porque el que obra y ama primero es el Señor. Se trata de ser libres de toda esclavitud y descubrir la originalidad de nuestro ser: esa obra única y amada que Dios ha creado. Él sueña algo grande para cada uno de nosotros y, en el día a día, en el amor concreto, aprendemos a vivir en Su entrega total.
Sin embargo, muchas veces, en nuestra vida cotidiana, caemos en ataduras que nos impiden vivir plenamente esta consagración:
– Vivir pendientes del teléfono o las redes sociales.
– Estar atrapados en relaciones tóxicas.
– Consumir compulsivamente bienes materiales para llenar vacíos emocionales.
– Dejar que el miedo al fracaso impida tomar decisiones importantes.
– Comer en exceso o de manera desordenada por estrés o ansiedad.
– Sentirse obligado a mantener una apariencia física perfecta.
– Aferrarse al rencor y no perdonar.
– Tener miedo a la soledad, lo que lleva a buscar compañía a toda costa, incluso en ambientes o con personas que hacen daño.
– Depender de sustancias como la cafeína, el alcohol o los medicamentos para afrontar el día.
– Caer en el egoísmo, la indiferencia hacia los demás, la manipulación emocional o la imposición de opiniones.
El ejemplo de Jesús es lavarnos los pies unos a otros
El Señor nos enseña cómo amar verdaderamente con gestos concretos. Cuando dice: “Ya te has bañado”, alude al Bautismo, esa circuncisión del corazón que nos limpia y transforma. Solo nos pide lavar los pies: un acto humilde de servicio mutuo, que es signo del amor que se da, se renueva y se entrega cada día.
Jesús, al lavar los pies de sus discípulos, nos da el ejemplo para que lo hagamos unos con otros. Nos invita a vivir en una comunidad de amor, acogiendo a los demás como si lo acogiéramos a Él mismo, con docilidad, humildad y obediencia. Este camino de consagración no es una carga, sino una liberación que nos lleva a descubrir el verdadero amor de Jesús.
Recordemos también las palabras de Jesús: “Nadie me quita la vida; yo la doy por mi propia voluntad” (Jn 10, 18). Él se despojó de su divinidad para amar hasta el extremo, sin elegir dónde servir. Como nos dice la Escritura, “pasó haciendo el bien”, y este es el ejemplo que también debemos seguir: vivir como bautizados, como consagrados, llevando el amor de Dios a todos los rincones de nuestra vida.
Que el Bautismo de Jesús sea para nosotros una inspiración constante para vivir nuestra consagración con gozo, libertad y entrega total. Amén.