“Los pastores fueron a toda prisa hacia Belén y vieron a María, a José y al niño, recostado en el pesebre.” (Lucas 2, 16)
Mientras el mundo estaba sumergido en la noche—en el individualismo, el egoísmo y la falta de fe, esperanza y caridad—impidiendo ver y acoger la presencia del Niño Dios, Dios encuentra su alegría en darse a conocer a los pastores.
Fueron y vieron. El ángel no lleva al Niño, solo les da el mensaje; ellos tienen la libertad de decidir si ponerse en camino para el encuentro, ejercitar su fe y avanzar sin haber visto. Nos relacionamos con el mundo a través de los sentidos: vemos, escuchamos, gustamos, tocamos, olemos y abrazamos. Sentir, emocionarse y vibrar interiormente es esencial para la vida humana, incluso en la vida espiritual. Si no gustamos sensiblemente la presencia y ternura de Dios, como los pastores con el Niño, Él será para nosotros un extraño, lejano y abstracto, una idea sin vida, reducida a un simple mensaje.
El Salmo 34 también nos invita: “Gustad y ved qué bueno es el Señor.” Es legítimo pedir gracias sensibles para poder experimentar, a través de nuestra emotividad y nuestro cuerpo, algo del misterio de Dios y de las verdades de la fe. El cristianismo es la religión de la Encarnación: creemos en un Dios que se ha hecho carne, que ha tomado un cuerpo humano. ¡Los pastores lo hallaron hecho Niño, acostado en un pesebre! Hallaron a Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre. El cristianismo es también la religión de la resurrección de la carne, y lo confesamos en el Credo: “Creo en la resurrección de la carne”, “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro.”
En este momento de silencio, los invito a meditar si somos testigos de ese Dios encarnado, del Dios-Amor que ha venido a nosotros en forma de Niño, comenzando en nuestro propio hogar.
¿Te has preguntado por qué la Navidad se celebra en el hogar, con la familia? Madre Teresa de Calcuta, en su libro Sobre tus huellas, decía que el amor debe comenzar en casa. Ahí es donde nace y debe vivir. Cuando no hay amor en el hogar, esto se convierte en la causa de tanto sufrimiento y tanta infelicidad en el mundo. Hoy en día, el mundo parece estar dominado por la prisa, por la ansiedad de desarrollar riquezas. Los niños tienen muy poco tiempo con sus padres, y los padres, muy poco tiempo para sus hijos. Sin amor en el hogar, comienza la destrucción de la paz del mundo.
Sin embargo, también debemos reconocer los límites de la sensibilidad. Dios es infinitamente más grande y está más allá de lo que la sensibilidad puede captar. La búsqueda de lo sensible puede convertirse en un fin en sí mismo, llevándonos a apegos y a la falta de libertad.
Hoy nos seduce la publicidad que nos invita a disfrutar con “libertad” de todo: barra libre, buffet libre, consume sin límites, viaja sin restricciones, megas ilimitadas. La publicidad sabe que ofrecer algo “ilimitado” atrae a cualquiera. Pero estos eslóganes no son más que versiones modernas del apetitoso fruto prohibido que Satanás ofreció a Adán y Eva: “Seréis como dioses”, “Ya no tendréis límites”, “Seréis ilimitadamente libres para disponer de todo, de todos y de ustedes mismos como quieran.”
Recientemente, en España se ha aprobado la Ley Trans y la reforma de la Ley del Aborto, promoviendo la idea de disponer libremente de nuestro cuerpo. Pero aquí radica nuestro error: querer hacer ilimitado lo que es limitado. No aceptamos nuestras propias limitaciones.
Necesitamos purificar nuestra sensibilidad. Lo que importa no es lo que sentimos (me siento hombre, me siento mujer, no me siento madre), sino lo que somos y lo que creemos. A esto lo llamamos actos de fe: creer sin ver ni sentir. Ir más allá de las emociones, encontrar a Dios incluso en la sequedad espiritual.
Ser fieles a la oración, incluso en la aridez, nos ayudará progresivamente a ser libres respecto a lo sensible y a dejar de fundamentar nuestras relaciones en el placer que nos procuran. La verdadera libertad consiste en amar al otro, nos complazca o no.
“María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón.” (Lucas 2:19) En la cultura hebrea, el corazón no simboliza la afectividad, sino la conciencia y la interioridad. La fe de María va más allá de cualquier vacilación, pero también ella tuvo que descubrir, lenta y penosamente, el camino de la salvación.
Pidámosle su intercesión para guardar fielmente la pura caridad, ejercitándola mutuamente unos con otros con actos de fe, hasta alcanzar la perfección.
