“Este es mi Hijo, el Amado, escuchadlo.” (Marcos 9, 7)

“Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí!”.

Qué bien se está en tu presencia, Señor.

Cuántos de nosotros hemos vivido esa experiencia de plenitud al entrar en la presencia del Señor, de gozo inabarcable en el corazón al terminar unos ejercicios espirituales, una convivencia, un retiro, un momento de profunda adoración… Se experimenta un amor desbordante que nos envuelve, como la nube del Tabor a los discípulos. ¡Qué precioso es todo! Queremos quedarnos ahí y que no pase el tiempo, pero sabemos que debemos volver. Debemos bajar de la gloria y seguir caminando hacia nuestra Jerusalén.

Esa Jerusalén puede ser nuestra familia, el trabajo, la comunidad, una relación que no sabemos manejar o, sencillamente, nuestros propios pensamientos que nos turban.

Es ahí cuando caemos en la cuenta de que la gloria de Dios no se obtiene con méritos, sino que se recibe: es un don. La gloria de Dios se acoge escuchando al Hijo, acogiendo su Palabra: «Este es mi Hijo, el Amado, escuchadlo».

Pero escuchar y acoger no es tarea fácil. Es dejarse la vida, es morir a nosotros mismos, entregarnos en el día a día, preparando nuestro ser para la entrega total.

Este tiempo de Cuaresma nos recuerda y nos enseña cómo prepararnos para dar la vida. Jesús nos muestra el camino, porque también su carne fue preparada, dispuesta, habilitada y capacitada para mostrar esa entrega esplendorosa en la Cruz.

El Verbo de Dios se unió a una humanidad modelada por las manos de Dios. Se dejó glorificar.

Dice Juan José Ayán, profesor de patrística en San Dámaso:

“La manifestación de Dios en la carne de Jesús está vinculada al don de la gloria; este don de la gloria es otorgado a la criatura por medio del Verbo encarnado. O de otro modo, el fin de la Encarnación del Verbo es la glorificación de la carne: que nuestra carne irradie la gloria de Dios.”

La obediencia es el medio por el que Cristo consigue esa victoria. Adán había desobedecido hasta llegar a la muerte; Cristo obedece hasta llegar también a la muerte. Pero la muerte de Cristo en la cruz es el acto supremo de una obediencia que no retrocede ante la muerte, acreditando su entrega total al Padre.

Adán rechazó la amistad de Dios y prefirió los caminos que le propuso la serpiente. La consecuencia fue la enemistad con Dios y el rechazo a sus designios. La obediencia de Cristo consoló al Padre y restauró esa amistad para nosotros. Ahora, a través del sacrificio del Hijo y siguiendo su ejemplo, podemos volver al trato de amistad con Él y al régimen de obediencia propio de nuestra naturaleza criatural, salida de las manos de Dios y en camino hacia su plenitud.

La Transfiguración nos revela nuestro destino final: ser plenamente imagen de Dios en Cristo glorioso. Sin embargo, este destino no se alcanza de golpe, sino que es el fruto de un proceso en el que Dios sigue modelando nuestro barro.

Pedro, al querer hacer tres tiendas en el monte, no comprendía que la gloria que contemplaba era aún una promesa, no un estado definitivo. Cristo, para llegar a esa plenitud, debía pasar por la obediencia hasta la Cruz. Así también nosotros debemos recorrer nuestro propio camino de crecimiento, en el que cada acto, cada sufrimiento, cada entrega, cada pequeña obediencia nos va modelando hasta alcanzar la imagen del Hombre (con mayúscula).

La gloria no se da sin la Cruz, porque la madurez no está en poseer, sino en entregarse por amor, en dejarse esculpir por las manos de Dios hasta ser plenamente imagen de su Hijo glorioso. Él es nuestro molde.

En este tiempo cuaresmal, aprovechemos para crecer en comunicación con nuestro Padre y escuchar el designio que tiene para nuestras vidas. Dejemos que el Espíritu Santo se derrame en nuestros corazones sin poner resistencia, porque es la única forma en la que nuestro barro será modelado. Cuando sus manos acarician nuestro ser, Cristo es su pensamiento. Y Cristo es el Hijo Amado…

¡Escuchadlo!