La vocación cristiana es una invitación a vivir desde el corazón del misterio trinitario. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo obran juntos en la historia personal y comunitaria, manifestando que la santidad no es un ideal inalcanzable, sino una obra de Dios en nosotros.


A todos se nos revela el camino: seguir a Cristo, dejar que el Espíritu Santo nos configure, y así, como Jesús, vivir no para nosotros mismos, sino para hacer la voluntad del Padre y darle gloria con nuestra vida (cf. Jn 21,18-19). Esta es la transformación que el mundo necesita: personas que vivan no para buscar gloria humana, como Herodes que murió por no dar gloria a Dios (cf. Hch 12,23), sino para que Dios sea glorificado en todo.
El fundamento de toda vocación cristiana es participar del misterio de la vida trinitaria.
No es un estado estático, sino un proceso dinámico de transformación desde dentro. Como enseñaba el Papa Benedicto XVI:
“La unidad creada por el amor es más radical y verdadera que la de un Dios solo”.

Dice Santo Tomás de Aquino:
“El conocimiento de la Trinidad es necesario para entender el sentido de la creación.”
Solo desde esta luz podemos comprender la historia personal, las heridas, las búsquedas, los vacíos y los anhelos más profundos del corazón humano.
Vivimos en un mundo donde muchas veces la imagen de Dios se ve distorsionada por las ideologías, las experiencias humanas fallidas o las heridas del pecado. Eso nos puede llevar a falsear nuestra dignidad, olvidar que somos imagen y semejanza de Dios, y alejarnos del camino al que fuimos llamados: vivir en comunión y amor.
Pero Dios, rico en misericordia, no abandona su obra e inicia en nosotros un camino de transfiguración:

Dios Padre se manifiesta con una luz que no deslumbra, sino que purifica. Como a Moisés en el monte, el Padre se deja entrever desde su gloria, sin mostrarse del todo, protegiendo nuestra fragilidad:
«Aquí hay un sitio junto a mí; ponte sobre la roca. Cuando pase mi gloria, te meteré en una hendidura de la roca y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después, cuando retire la mano, podrás ver mi espalda, pero mi rostro no lo verás» (Éxodo 33, 21–23).

Jesús mismo, en su humanidad, clamó:
“Padre, glorifícame con la gloria que tenía contigo” (cf. Jn 17,1).
Solo quien muere a sí mismo puede recibir la vida nueva. La cruz no es solo un momento de dolor, sino el paso necesario para entrar en la gloria. El cristiano es llamado a vivir como Jesús: no haciendo la propia voluntad, sino la del Padre (cf. Hb 2,10).
Jesús nos acompaña en ese madurar en el amor, a dejar la autoafirmación, y a pasar por la cruz como camino de sanación.

Es el Espíritu Santo quien culmina la obra de Dios en nosotros; sondea lo profundo del ser, libera, purifica, guía y fortalece. Él enseña, recuerda, anima, y nos transforma en testigos vivos de Jesús. Nos ayuda a no aferrarnos a lo que queremos, sino a lo que Dios quiere. Solo en docilidad se puede caminar en libertad verdadera.
«Pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho» (Juan 14, 26).

Invitación a todos los bautizados
Esta es la vocación universal a la santidad: Participar en el amor del Padre, por medio del Hijo, en el poder del Espíritu. No se trata de un llamado reservado a unos pocos, sino del destino de todos los bautizados. La santidad no consiste en ser perfectos, sino en dejarse transformar por el amor trinitario.
Que esta solemnidad de la Santísima Trinidad nos anime a entrar más profundamente en su misterio de comunión. No estamos solos. Hemos sido creados para vivir con Él, en Él y por Él, en una eternidad de amor que comienza ya aquí, cuando dejamos que Dios sea todo en nosotros.

“A Él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.”