Evangelio Jn 12, 1-11:
Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Allí le ofrecieron una cena; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa.
María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume.
Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dice:
«¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres?».
Esto lo dijo no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón; y como tenía la bolsa, se llevaba de lo que iban echando. Jesús dijo:
«Déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis».
Reflexión:
El amor es una de las experiencias más bellas y, a la vez, más dolorosas que el ser humano puede experimentar. Abrirle nuestro corazón a otra persona es correr el riesgo inherente de salir lastimado, genera un temor natural. Implica entrega, vulnerabilidad y apego, y nos vemos expuestos al sufrimiento; es una consecuencia inevitable del amor verdadero. Cuando amamos, nos abrimos a la posibilidad de ser heridos, ya sea por el rechazo, la pérdida, la traición o incluso la muerte de nuestro ser amado, porque se ha producido una conexión profunda con el otro, y cualquier separación o daño de esa conexión produce dolor.
El pecado original, heredado de Adán y Eva, no solo introdujo el sufrimiento y la muerte en nuestras vidas, sino que también rompió esa relación de confianza y amor incondicional con Dios, por eso el pecado es nuestra tendencia a escondernos del amado, a evitarlo, a cerrarle nuestro corazón, en otras palabras, matarlo emocionalmente.
Michael Washburn lo explica desde una perspectiva psicológica: en nuestros primeros años de vida, antes de la formación del ego, el bebé experimenta una confianza total en la providencia de sus padres. Sin embargo, cuando vive una experiencia de abandono o rechazo materno/paterno, se graba en lo más profundo del inconsciente una sensación de extrema vulnerabilidad y aniquilación. Es en este punto donde se forma la identidad del “yo” de la autoafirmación, marcada por el dolor y el temor al rechazo. Para protegernos, aprendemos a endurecer el corazón, a evitar la entrega total para no volver a sufrir.
Pero esta defensa, aunque nos preserva del sufrimiento inmediato, nos condena a un sufrimiento aún mayor: la soledad y el vacío existencial, la incapacidad de amar plenamente.
El verdadero dolor no radica únicamente en la herida causada por nuestros padres o por quienes nos han lastimado en la vida, sino en nuestra respuesta a esa herida. El pecado original nos ha predispuesto a protegernos con corazas, a evitar que nuestro corazón se destroce del todo. Pero, paradójicamente, en ese mismo proceso, nos negamos la posibilidad de experimentar el amor en su plenitud. En el intento de evitar el dolor, nos privamos de la vida misma, pues el amor es la esencia de nuestra existencia.
Hemos sido creados para amar y ser amados. Cuando, por miedo al dolor, cerramos nuestro corazón, nos sumimos en una especie de infierno personal. Este sufrimiento espiritual es mucho más intenso que cualquier dolor físico, porque nos separa del propósito más profundo de nuestra existencia y la vida pierde sentido.
Es necesario dejar que nos rompan el corazón porque con ese perfume enjugaremos tus pies Señor.
Señor, danos la fortaleza de María de Betania,
que derramó todo su ser a tus pies.
Queremos tener contigo ese gesto de amor total,
un amor sin reservas, sin límites, sin condiciones.
Te queremos abrir todo nuestro corazón,
aun sabiendo que dolerá,
aun sabiendo que el camino del amor verdadero implica sufrimiento.
Pero confiamos.
Confiamos en que tú, dentro de nosotros,
estás cargando con un dolor aún mayor,
el dolor por nuestros pecados,
para liberar estos corazones cerrados.
Esta noche, Señor,
te pedimos que el frasco duro que rodea nuestros corazones
sea destrozado.
Que el perfume que brote de él —nuestro amor—
suba hasta ti como un ungüento para tus heridas.
Que el verte solo, herido, abandonado,
produzca en nosotros el aniquilamiento de nuestro egoísmo.
Que tu dolor, reflejado en aquellos con quienes compartimos la vida diaria,
nos empuje a salir de nosotros mismos
y a amarlos con verdad.
Esta noche, Señor,
que romper el frasco signifique un cambio radical.
Un cambio en nuestras vidas,
en nuestros pensamientos,
en nuestros planes,
en nuestra comodidad.
Danos la fortaleza para romper los prejuicios,
para derribar las barreras,
para abrirnos por completo a todo lo que tú has pensado
para la salvación de nuestras almas.
Rompe, Señor,
rompe todos los obstáculos
que nos impiden amar
y dejarnos amar.